Vivir sin sentir sería un sin sentido
"Sé el cambio que quieres ver en el mundo"
Pequeñas pinceladas literarias de rápido consumo
domingo, 24 de marzo de 2013
Principio relato de lengua (mitología)
La brisa que entraba por la ventana en aquella noche de invierno era gélida y cortante, y mis labios agrietados podían dar fe de ello. Me di la vuelta y la estancia me siguió resultando igual de familiar que de costumbre. La casa de mis abuelos, tan ordenada y limpia como siempre, sin ningún recoveco donde se escondiera alguna pelusa rebelde; con su tranquilizante olor a pan recién hecho; llena de recuerdos en cada parte y en cada objeto que se pudiera vislumbrar. Toda mi infancia se podía resumir en aquella casa, y en las tardes en las que después de rezar a los dioses olímpicos, iba a recoger flores con mi padre para hacer un ramo y regalárselo a mi madre. Decidí eliminar de mi mente por el momento aquellos recuerdos, todos traían a mi mente imágenes de mi madre, y esas a su vez hacían que mis ojos se anegaran de lágrimas... solo Dios sabía cuanto odiaba la guerra desde que murió.
Me di la vuelta para volver a dejarme llevar por el maravilloso cielo que se extendía por toda Atenas, y en ese momento ocurrió. Una estrella fugaz apareció con su brillo estelar y desapareció aún más rápido que lo que tardó en aparecer, dejando el cielo tan oscuro y en calma como si no hubiese pasado absolutamente nada. Me sorprendí a mi misma sonriendo y recordando viejas profecías y tradiciones, mitos que mi difunta madre solía contarme antes de dormir para poder conciliar los sueños más alegres y agradables del mundo. Éste en concreto era de los más bonitos y maravillosos que sabía, ya que estaba plagado de sonrisas y de la felicidad de un Dios humilde y benévolo. Tardé escasos segundos en decidir seguir la tradición familiar y contarle a mi hijo este mito, tan solo para poder disfrutar de su dulce sonrisa mientras se le cerraban los ojos al caer rendido; afortunadamente era de noche, y tuve la suerte de encontrármelo aún despierto y jugando con unas antiguas muñecas de porcelana. Lo acosté en la vieja pero aún cómoda cama de mi abuela mientras le tatareaba una melodía para que se tranquilizara.
-Hijo, tengo una historia que contarte, una historia que ocurrió hace mucho tiempo atrás, cuando ni si quiera la abuela había nacido.
Me miró con los ojos expectantes que solo un niño sabe poner, y en ese momento fue cuando supe que no me equivocaba al contarle esta historia.
- Cuenta la leyenda que existió un Dios, un Dios que fue engendrado por error y al que, al ser considerado escoria, ni si quiera le pusieron nombre. Este Dios creció apartado de todos sus iguales, en la más inmersa oscuridad, pues incluso Apolo, creador de la luz y del calor, creía que era una vergüenza para todos ellos y que debía permanecer en el más absoluto olvido. Dedicó su vida a fisgar al resto y aprender de sus técnicas para realizar cosas inigualables (como la creación del universo). Un día, harto de que su vida fuera tan monótona, solitaria y triste; decidió visitar aquel universo que sus "compañeros" habían creado, así incluso podría llegar a descubrir si tenía algún poder especial como Apolo; cosa que, por otra parte, dudaba bastante. Nada más llegar se enamoró perdidamente de la tierra. Le parecía un planeta precioso y rebosante de vida, incluso en su fuero interno agradeció a sus iguales el haber creado tan compleja y bella forma de existencia. En especial, los humanos le resultaron el doble de curiosos que el resto, al ser si cabe más complicados que el resto de seres vivos. Fue entre ellos donde descubrió su hasta entonces oculto poder.
La parte de la tierra que más le fascinaba era la oriental, por la cultura tan diferente que parecía tener. Corría un día lluvioso por aquellos lares el día que descubrió este planeta. El Dios, muerto de curiosidad y exhausto de esperar, decidió acercarse más a los humanos, hasta que estuvo tan cerca de ellos que los más avispados pudieron percatarse de su presencia. Pero lo increíble de esto fue que, tras mucho probar, se dio cuenta de que cuando estaba cerca sonreían muy alegremente y parecían victimas de un ataque repentino de felicidad. Sin razón aparente. Y si esto sorprendía al Dios, lo hacía aún más el hecho de que cuando él mismo sonreía, unos halos de luz rápidos y cálidos aparecían en cielo alumbrando el planeta, como si de un relámpago de esperanza se tratara. ¿Qué podía ser esto? ¿A que se debía? ¿Acaso había descubierto su poder? ¡Increible! ¡Tenía un poder! ¡Era especial! pero, ¿Cómo podía ser aquello cierto si siempre había sido despreciado? Nada parecía tener sentido, pero él era feliz. La sensación que le recorría el cuerpo cada vez que hacía sonreír a alguien era casi eufórica, ¡Y solo con su presencia! realmente, parecía todo perfecto, pues el hacer feliz le hacía a él mismo dichoso, así que ningún problema acechaba entre las sombras. O, al menos, eso parecía; hasta aquel día.
El sol abrasaba aquella tarde de un angosto verano, pero eso no era un impedimento para el Dios porque las playas estaban a rebosar de gente. Normalmente no se solía fijar en nadie en especial, todos eran lo suficientemente importantes como para alegrarles, pero aquel humano destacaba indudablemente entre todos los demás. Su semblante taciturno y hosco era tal que el Dios pensó que debía de sorprenderse hasta él mismo de su propia tristeza. Sin vacilar un segundo, decidió ponerse a la vera del hombre, tan cerca que podía percibir su respiración entrecortada y nerviosa; pero, a pesar de todo, nada cambió en su rostro. Ni un solo atisbo de emoción o de alegría apareció en sus ojos y sus comisuras no se curvaron. De hecho ni se inmutaron. ¿Qué estaba pasando? Una especie de ira invadió al Dios, que empezó a sentirse inútil. No, no podía ser. no podía permitirse la opción de fracasar en aquello que creía que se le daba bien. Algo fallaba. Y entonces, por primera vez en su vida, decidió fijarse bien en el mundo que le rodeaba, y lo que descubrió rompió toda su esperanza.
El mundo era un lugar sombrío. No por el planeta en sí, lleno de belleza y de vida, sino por los propios humanos, aquellos que a pesar de ser los únicos que podría ser capaces de percatarse de la belleza del mundo, gastaban su vida en preocuparse de cosas realmente banales. Eran egoístas, tristes y desconfiados. Luchaban entre ellos, se les había olvidado el ser empáticos y altruistas, todo se caía y ni si quiera se daban cuenta cegados por su orgullo. El mundo estaba descompensado; algunos morían de hambre, otros comían de más. Algunos no tenían hogar, otros tenían varias propiedades; pero lo peor, es que los que tenían querían cada vez más hasta el punto de robarle al que no tenía ni para sobrevivir. La naturaleza empezaba a morir, y las personas se preocupaban por conseguir unos papeles alargados llamados billetes que parecían indispensables. El Dios no pudo soportar esto, y huyó. Maldijo a sus iguales por crear tal mundo, en el que la belleza era inútil y la maldad gobernaba, y lloró. Lloró amargamente. Lloró por aquellos seres que, a pesar de ser los primeros y únicos en recibir su amor, le habían traicionado.
Después de la tormenta, como siempre dicen, llega la calma, y el Dios no iba a ser una excepción. Tras sufrir durante días, se tranquilizó y empezó a endurecerse y a enfriarse hasta el punto que consideró la opción de que ya los humanos no le importaban. Todo se asemejaba a una especie de calma en la que no se sufría pero tampoco se era feliz. Al menos, podía controlar sus impulsos; hasta ese inesperado día. Estaba medio adormilado cuando el sonido le impactó. Era una risa, estaba seguro. Una risa de una niña, y venía de la tierra. Se le anegaron los ojos de lágrimas, recordando cada una de aquellas risas que había conseguido sacar tantas veces. Tras mucho reflexionar decidió acercarse a la tierra, tal vez con la vana ilusión de encontrarse con un mundo cambiado; pero, por supuesto, no era así. Sin embargo, algo le sorprendió, algo que había olvidado y que no tuvo en cuenta la otra vez. Había cosas horribles e imperdonables en aquel mundo, era innegable. Pero detrás de aquellas manchas oscuras en la historia del ser humano, se escondían unas manchas blancas y casi invisibles pero no por ello no estaban ahí. A pesar del egoísmo, aún seguía habiendo amor. A pesar del dolor, las risas podían todavía escucharse por las aceras. Si el mundo era imperfecto, es porque el humano en esencia también lo era, pero, ¿Tenían ellos la culpa?. Fue entonces cuando tomó la decisión que marcaría su vida por completo.
Dedicaría su vida a mejorar el mundo, y a enfrentarse y proponerse nuevos retos para crear una sociedad más propensa a la felicidad. Pero no solo eso, sino que también recompensaría a aquel humano que hiciera el bien. Así fue como, cada vez que algo iba mal o alguien contribuía al bien común, el mundo era ayudado por una fuerza misteriosa e inagotable que realmente los quería y que se preocupaba por ellos, y cada vez que algo realmente precioso ocurría en la tierra, el Dios sonreía y un halo de luz bañaba el planeta de manera misteriosa, en cierto modo para que las personas supieran que detrás de todo hay alguien que realmente velaba por ellos. Hoy en día, estos halos de luces son conocidos comúnmente por estrellas fugaces; así que hijo, ya sabes, cuando veas una, sonríe al cielo, es el mejor regalo que le puedes dar a alguien que solo conoce el placer de hacer feliz.
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