Era asombrosamente acogedor. Demasiado, incluso se podría añadir.
Una extraña bruma arropaba la estancia, era cálida y embriagadora, te transladaba a ese mundo imaginario y surrealista al que siempre has querido pertenecer.
Me encogí en un rincón de la habitación. Tras las ventanas se podía entrever el mar, tranquilo y en calma, suaves olas.
Todo era idílico e inefable. Tanto que resultaba demasiado extraño, ni una sola sombra acechaba tras los ecuánimes estragos de luz.
Algo no iba bien.
Y entonces, me percaté de que había un espejo desafiante colgado en la pared. Y me observé. Nunca debí haberlo hecho, pues en ese momento averigüe que yo era lo único horrible e imperfecto de aquel lugar.
- Hay peores cárceles que las palabras.
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