Dejarte fue
como arrancarme las entrañas,
arrancando tus semillas de mis frutos.
Como arrancarte la piel,
que araña,
mientras caen mis uñas a pedazos.
Como tus playas sin arena;
como arrancarte arrancándome,
de mis labios y pestañas.
Como quemarte quemándome,
y supiese distinguir la diferencia.
Dejarte fue
algo así como romper los espejos
por no saber reconocerme.
Como no saber ver aun mirando,
porque me faltasen ojos
y miradas.
Fue perder los pies,
o el camino.
Fue el destino jugando sucio
con la crueldad a su vera,
con el azar y la suerte de su parte,
y la sonrisa a su espalda
malévola,
mientras no sólo nos obligaba a ser sombras
y cenizas,
sino que tendría que ser yo
la que cerrase los ojos
y esperase a que las horas
y el viento
te arrastrasen.
Dejarte fue
aprender a olvidar la memoria.
Aprender a construir
con dos manos menos.
Fue detener el anhelo,
febril e incontrolable,
de sentir que cada esquina tiene tu nombre
y detrás tu huella y aliento.
Fue perder la esperanza
de encontrarte
ese día (y todos) en la estación,
con el viento conversando con tus cabellos,
y los pájaros envidiando tus alas,
y la nostalgia pintando tu cansancio
de lágrimas vacías y saladas.
Añoro tu sal en mis lágrimas,
ahora duelen como sombras
amargas,
como mis talones
paralizados en tus sábanas.
Y ya ni los versos gritan
ni melodiosos cantan,
me faltan poemas,
me sobran palabras.
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