Medicina. En cualquiera de sus múltiples formas y concepciones, siempre la he visto como un vínculo. Una manera de unir esas sensaciones e ideas que surgen de entre diferentes circunstancias, emergiendo; y la práctica tangible, el resultado inmediato y físico ante un estímulo determinado. Un modo de conseguir trascribir, de dejar translucir tus emociones, tus impulsos de bondad, el orden en (y hacia) el que crees que debería caminar el mundo; hacia la utilidad más clara, hacia lograr canalizar un problema concreto, y encontrar resultados visibles a tus expectativas.
Muchos creen que el médico no puede entender, e incluso no puede vivir la enfermedad como un paciente. Y no digo que no sea cierto, pero ese deje negativo y hasta frío de la visión objetiva del médico no me parece verdadero. Al menos, no en todos (de hecho, lo espero). Al igual que el paciente siente la patología como algo muy propio cuyo dolor solo él y su soledad podrían advertir, no creo que sea sencillo entender ese significado que oculta el simple hecho de curar. Ese matiz de lograr objetivos, de arreglar situaciones, que muchas veces olvidamos, y que enterramos entre mantos de resignación; es como si se desintegrara en la consulta. Como si fuésemos capaces de llegar a metas finales, aunque sea en casos concretos.