Era el amor de su vida. Su dentadura de marfil le saludaba
cada mañana, a conjunto con la pureza de un repentino bostezo juguetón. Su
mirada le revolvía la entrañas, acababa con el elixir y la pulcritud de su
espíritu; alma que no logra encontrarse si no persigue su pelo revuelto al
despertar. Se llamaba Amelia, y pondría la mano al fuego para jurar que se
habría suicidado sin sus pestañas de diosa. Todos los días se despertaba con el
sol, mirada rápida a su ya raído uniforme, y a sus oxidados zapatos, y se
despedía sin más demora cerrando la puerta al salir. Ni una palabra, ni una
sonrisa entre la bruma del amanecer. Claro, ella no pecaba de locura; y, ¿Cómo
mantener una conversación con tu propio reflejo?
Érase una vez un espejo. Roto y adormecido, dubitativo y
exhausto. Con la incertidumbre de la vida a cuestas, arañado por la niebla de
los días. Y de eso trataba esta antigua historia, de la nubosidad de su
espíritu curioso e incomprendido. De la emoción ahogada de un espejo que no
sabe quién es.
Continuamente vagamos por la vida cabizbajos y asustadizos,
carcomidos por la incertidumbre de unos años futuros al completo desconocidos.
Somos historia, y es responsabilidad del tiempo ir modelando nuestra figura,
reconstruirla a imagen y semejanza de la catarsis de tantos momentos pasados
que se entremezclan. Y ella era su historia, su impaciente reloj de arena, la
causante de las grietas de sus lágrimas.
Las comisuras de sus labios eran la razón de sus inagotables
ganas de vivir. Y necios aquellos que no apreciaran su sonrisa. La había visto
crecer, la había visto nacer, y también morir con cada decepción. ¡Había visto
tantas cosas! Pero, en cambio, nuestro querido y desdichado espejo no lograba verse,
no lograba ser. No conseguía existir. ¿Cómo hacerlo si no podía percibirse, si
no era consciente de su propia personalidad? Condenado a observar todo lo que
le rodeaba, a sus adyacentes compañeros
alimentando el vomitivo ego con cada mirada al contorno de su cuerpo; pero
incapaz de amarse, de cambiar si quiera; por no saber, no sabía qué era lo que
debía mejorar o mantener tal y como ya era.
Aunque, ¿Había algo que él propiamente “era”, que podía
seguir de esa forma? ¿Había alguna forma que le caracterizase? A menudo soñaba
con las caricias que podría regalar, el ensueño de oir el propio latido de su
corazón, de escuchar su sangre ardiente recorriendo sus venas; de abrazarla…
con unos verdaderos y cálidos brazos tangibles.
¿Sería él aquel perro que, divertido, trata de cogerse la
cola mientras corre? ¿O, tal vez, aquel apuesto caballero que le acompaña,
perdido entre las páginas de un libro? No entendía, no comprendía; y, mientras,
se ahogaba en el ensueño de una pesadilla tan real como irreal. Mientras, la
pupila (azul) de su amada descendía, ajena a su amor de flores en domingos, y
de regusto a infusiones de canela.
Esta es la historia del suicidio de un espejo muerto (o,
quizá, no vivo), de la derrota que nunca esperó triunfo. Pero, ante todo, es la
historia humana. Porque lo que nuestro amigo nunca consiguió vislumbrar más
allá de un existencialismo febril, fue que él era todos ellos que pasaban a
rastras por su lado. Que lo que nos rodea nos conforma, y sus hundidos pasos,
que parecían querer asemejar el camino de Sísifo, avalaban su existencia. ¡Sí,
existió! Y su reflejo propio no existía porque… ¡Él era todos los demás a la
vez, en una mezcla tan única como indefinible! Y no sé si viviste, pero con mi
sofocado aliento firmo la promesa de que nunca perecerás; que siempre habrá un
reflejo tuyo en el seno de mis recuerdos.
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