Anoche tuve un sueño. Soñé con la precisión y la rapidez de
las líneas de Virginia Woolf. Pude volver a sentir esa inconstancia de ideas,
esa forma tan sagaz de mezclar, entretejer, de unir conceptos e intuiciones. Se
podría decir que soñé con el pensamiento. Llegué a la deriva veloz de las
palabras, desde donde emerge el brote del río al que no muy equivocados nombramos
personalidad. Esa manera tan directa de llegar que tendría si fuera dardo, en
el menor tiempo posible, y de la forma más exacta, hasta el centro rojo e
incandescente de la diana, que sería nuestro espíritu. Sin duda alguna, al
reflexionar traducimos casi de memorieta, como si lo supiésemos todo. Casi
cualquier intuición se vuelve liviana bruma al poder darle un nombre. Y
clavándolo en el centro. Yendo al grano, hablando en plata. A veces me gustaría
poder transcribir toda fuente de emoción de esa forma tan mecánica y, de alguna
forma, veraz. Pero luego pienso en los adornos de la escritura y se me parte el
alma. Que si bien es cierto que el cavilar es casi tan pragmático como el
respirar en cuanto a ayudarnos a comprender el mundo, no logra traducir al
completo nuestro mundo interior de olas que rompen. No digo que no lo haga con
exactitud, pero no de forma completa. Encontramos, por así decirlo, un clavo en
el centro incandescente, describiendo lo que podría perfectamente ser la base
de una multitud de sensaciones que estamos sintiendo en ese mísero y fugaz
instante; pero, ¿qué hay de lo que circunda el clavo? No basta, no llena. Será
que detrás de esa base hay algo mucho mayor. Tal vez se trata de eso, que al
pensar le dibujamos a nuestra mente (de la forma más tangible que las palabras
pueden) un problema inmediato, y al buscar la belleza en la explosión de
expresiones, en la metáfora que a veces se nos olvida de qué está hablando;
intentamos satisfacer deseos mucho más profundos. Se ve que albergamos un
Atlantis sumergido que las palabras aún no han conseguido desenterrar.
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